Folsom Prisom Blues



- Soñar, soñar, que poco cuesta soñar- , pensaba el tatuado cadavérico de Pino Crespo para sus adentros.

Deseaba estar allí, porque en el fondo los envidiaba, quería verse rodeado de todos ellos, la flor y nata carcelaria de esa América profunda, venidos de lugares bien distantes, como Montana, Wiscousin, Colorado, que el destino, y las males artes les han traído hacia este lugar, a la vecindad de paredes y barrotes, acompañados de duros jergones, sobre amarillentas sábanas ásperas que rascan, con noches frías e interminables, bajo el tic-tac de un reloj que ha parado sus horas, cansado del tiempo y los sinsabores, en un impass donde siempre hay espera  y  eterno es  el fin.

Entre esta tropa llena penitentes, aspirantes a carnet de futuros conversos, divisamos al contable Joe Carriatti, estafador de tres al cuarto, “El Negro” John, jardinero, pero en realidad ladrón de viudas, Eduardo Balboa, tratante de todo tipo de materiales, aunque el prefiere decir que desempeña la honorable función de chatarrero, Willy Wilson, digamos que es cerrajero, para meterse de codazos y pisotones, empujarse, zaherirse, maldecir, blasfemar, imprecando al prójimo, para estar al lado de toda esta singular jungla, compuesta por los desahuciados de la sociedad, renglones torcidos arrinconados por la ley, reos atormentados, hombres sin remedio, malditos de cuna con destino a largo plazo, que desean ocupar uno de los primeros puestos, un lugar privilegiado en donde escuchar el recital que esa tarde tendría lugar y que daría el inconmensurable Cash, Johnny Cash.


Llegado el gran momento los marginados se hallaban bajo la atenta mirada de ojos inquisidores, que los oteaban, husmeando el más mínimo de sus movimientos, evitando imaginadas intrigas y cualquier algarabía inoportuna, mascadores de tabaco, dispuestos a ser protagonistas de una película a la que no están invitados, hombres de vista corta, gatillo fácil, servidores sin lealtad, pendientes del gentío, de una chusma vociferante que según el pensar policial, te montan una zarabanda a las primeras de cambio.



En todo este maremagnum sobresaldría la enmohecida y arrugada chistera de Pino, que sonreiría en el momento en que cuando el afamado “hombre de negro “,  guitarra en mano, apareciese en escena y se dirigiese a su particular público con el ya conocido: - ”Hallo, I´m Johnny Cash” -. (Hola, soy Johnny Cash), entonces la audiencia estallaría en sonoros aplausos, con el correspondiente griterío de turno, para que los aullidos del respetable, se oyeran desde las afueras de los muros de la maldita y apartada  prisión de Folsom, que el mundo entero se enterase de lo que estaba ocurriendo en esos precisos instantes, en esos maravillosos segundos, recuerdos que  debían congelarse en el tiempo. Los apestados, aquellos que no tienen nombre, los que solo son una serie de dígitos, un simple número, estaban cambiando en esos momentos sus vestimentas presidiarias, por un llamativo traje de color negro, simple color, bandera de pocos, terror de muchos, pero por el momento Pino se tenía que contentar con escuchar ese fabuloso y  jodido disco.


  



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